Hago la siesta a menudo sobre el frío suelo de cemento amarillo oro, boca arriba, sin moverme y con un libro de entre doscientas y cuatrocientas páginas bajo la cabeza. Supongo que es algo de niños, de una infancia de chapas y canicas, caídas y “cuerpos a tierra”, que han hecho de la horizontal, una mesa de operaciones ideal donde colocar mi paleta. En muchos cuadros aparece esa estructura, más o menos evidente, a modo de esqueleto cartografiador sobre el que discurre o se monta la escena, petrificada en su intemporalidad. Supongo también, que es algo animal el hecho de “probar” suelos, de tumbarme sobre cualquier superficie y sentirme un posible paciente en suelo ajeno, castigado por la imprevisibilidad de la inspiración...
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