Nos largamos este agosto a La Rioja abandonando nuestro viscoso mediterráneo gracias a un viaje que nos regalaron unos amigos (pobres infelices, no sabían lo que hacían). No queríais ver viñas, ¡toma viñas! Ahora que mucha gente es de tal o cual zona, de este o aquel vino, de esa o esa otra uva, nosotros (que no tenemos manías patrihorteras en esto del vino), nos plantamos en la bodega de Abel Mendoza en San Vicente de la Sonsierra buscando a un atípico viticultor de la parte menos conocida de La Rioja, pero con suelos grandiosos para la viña. Al poco de hablar con Maite, su mujer, estábamos convencidos de haber hallado algo que andábamos buscando y que rara vez se encuentra.
Esa misma tarde probamos casi todos sus vinos ya con Abel en escena, una cata entre amigos aunque algo intimidados por el rigor y la humildad con la que ellos mismos hablaban de sus propios vinos. Cuando dejamos los blancos estaba rendido y maravillado y Laura, insobornable y analítica como es, se quedaba con ganas de más, algo que sólo le pasa cuando el vino es excepcional. De los tintos todavía recuerdo el graciano, perfumado y aterciopelado, malvas amoratadas y labios de mujer...¡Sant Dimoni!, me hubiera ahogado en él.
Mochila choricera a cuestas nos fuimos a ver viñas. ¿Hay algo más hermoso en este mundo que ver viñas? NO. Y si lo haces con alguien capaz de interpretarlas como lo hace Abel, puedes sentirte afortunado. Humano, sincero, apasionado, meticuloso e independiente, le escuché decir varias veces no lo sé, prueba de que aún se lo pregunta. Porque quiere comprender y dar a la cepa lo que ésta le pide, tan solo lo que necesita.
Se nos hizo de noche en un antiguo lagar.
A la mañana siguiente desayunamos con Maite en la bodega.
Y nos despedimos con el único consuelo de llevarnos seis de sus vinos en una caja de madera que ya he colocado a los pies de mi caballete.
No hay comentarios:
Publicar un comentario