
Un hombre delgado como un palo seco estiró un brazo de sarmiento blanco sobre fondo oscuro para llamar con ello la atención del compañero, que esperaba junto a él, a unos dedos de distancia inalcanzable, igual de enmarcado. Quería decirle un par de cosas de esas que se suelen dejar para mejor momento. Y se preguntaba por qué el descuido, el maltrato, y una indigestión de aguarrás habían rosado los trazos de la nube de fuego que difuminaba sus piernas. Se preguntaba a qué venía el fluorescente que todas las tardes, de seis a nueve (o de ocho a once según la estación) le quemaba sus ojitos y pechitos y cartílagos puntiagudos, sus arrugas de materia extraña y absurda. Se preguntaba...

Un texto de mi amigo Angel de hace tiempo. Me visitaba a menudo cuando tenía el otro estudio.
El cuadro está en casa de Toni.
¡Ángel!, ¡cuánto talento!
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