05/03/1999
El tiempo parece detenido en el instante mismo de un purgatorio trágicamente paradisíaco, donde la recta cierra el círculo para unir fin y principio, en un lugar grato, luminoso y a veces cómodamente amueblado y enmoquetado. Un espacio que tiende a la abstracción más o menos ficticia y cuyas únicas constantes son la luminosidad conferida por el color y un horizonte a menudo amorfo incapaz de constituirse en parte de un sistema de representación.
Lo abstracto de estos entornos no requiere un esfuerzo mental para ser aprehendido, como quizás cabría esperar, sino que al tratarse más de una reinvención y al inscribirse en ellos unas figuras fácilmente identificables, la aprehensión es inmediata. Se diría más bien que la reflexión surge y se dirige a ellas, a estas efigies de un sentimiento común, que yacen o bailan o simplemente permanecen de pie, paralizadas, como si posaran, con los ojos y la boca suspendidas en un gesto abierto (...)
(...) Pero son las figuras lo que más poderosamente llama y retiene la atención en los cuadros de Juan Tárrega que, me dice, “surgen de un acercamiento sincero y amoroso a la figura humana”. Y lo que más inquieta en el espectador es un duelo en su propio interior entre el dolor y la indiferencia, debido no tanto a una insuficiencia de la obra como a la lucha en su formulación entre lo vivo y lo inerte. Distorsión hasta lo inextricable de unos cuerpos y su materia que no se muestra orgánica y por tanto íntima, sino casi mineral, como si de una fosilización en el instante mismo del grito se tratara. El dibujo, más dinámico y gestual, circunvala y atraviesa el cuerpo dándole forma, identificando a veces partes de él (un costillar, una articulación, uno o dos sexos). (...) Y por último, el gesto sobre un rostro petrificado, prolongándolo hasta hacerlo carecer de sentido (¿no es éste el efecto devastador del tiempo?)
Esta indeterminación respecto a la durabilidad de lo representado, instante eterno, confusión entre lo dinámico y lo inerrante, la observancia de un equilibrio cromático sincronizado antífrasis de un gesto suspendido, comunión entre el dolor y la indiferencia, ¿no se asemeja a una actitud vitalmente contradictoria, a un pinzamiento en el hipotálamo, a una secreción que nos sorprende cuando más cómodos yacemos sobre un diván o cuando, de pie, observamos un cuadro? Se crea entre los cuadros de Juan Tárrega y quienes los contemplan una proximidad derivada del enfrentamiento de dos presencias inmediatas en similar actitud quieta.
El tiempo parece detenido en el instante mismo de un purgatorio trágicamente paradisíaco, donde la recta cierra el círculo para unir fin y principio, en un lugar grato, luminoso y a veces cómodamente amueblado y enmoquetado. Un espacio que tiende a la abstracción más o menos ficticia y cuyas únicas constantes son la luminosidad conferida por el color y un horizonte a menudo amorfo incapaz de constituirse en parte de un sistema de representación.
Lo abstracto de estos entornos no requiere un esfuerzo mental para ser aprehendido, como quizás cabría esperar, sino que al tratarse más de una reinvención y al inscribirse en ellos unas figuras fácilmente identificables, la aprehensión es inmediata. Se diría más bien que la reflexión surge y se dirige a ellas, a estas efigies de un sentimiento común, que yacen o bailan o simplemente permanecen de pie, paralizadas, como si posaran, con los ojos y la boca suspendidas en un gesto abierto (...)
(...) Pero son las figuras lo que más poderosamente llama y retiene la atención en los cuadros de Juan Tárrega que, me dice, “surgen de un acercamiento sincero y amoroso a la figura humana”. Y lo que más inquieta en el espectador es un duelo en su propio interior entre el dolor y la indiferencia, debido no tanto a una insuficiencia de la obra como a la lucha en su formulación entre lo vivo y lo inerte. Distorsión hasta lo inextricable de unos cuerpos y su materia que no se muestra orgánica y por tanto íntima, sino casi mineral, como si de una fosilización en el instante mismo del grito se tratara. El dibujo, más dinámico y gestual, circunvala y atraviesa el cuerpo dándole forma, identificando a veces partes de él (un costillar, una articulación, uno o dos sexos). (...) Y por último, el gesto sobre un rostro petrificado, prolongándolo hasta hacerlo carecer de sentido (¿no es éste el efecto devastador del tiempo?)
Esta indeterminación respecto a la durabilidad de lo representado, instante eterno, confusión entre lo dinámico y lo inerrante, la observancia de un equilibrio cromático sincronizado antífrasis de un gesto suspendido, comunión entre el dolor y la indiferencia, ¿no se asemeja a una actitud vitalmente contradictoria, a un pinzamiento en el hipotálamo, a una secreción que nos sorprende cuando más cómodos yacemos sobre un diván o cuando, de pie, observamos un cuadro? Se crea entre los cuadros de Juan Tárrega y quienes los contemplan una proximidad derivada del enfrentamiento de dos presencias inmediatas en similar actitud quieta.
Un texto antiguo escrito por Laura hace tiempo...
"Se crea entre los cuadros de Juan Tárrega y quienes los contemplan una proximidad derivada del enfrentamiento de dos presencias inmediatas en similar actitud quieta".
ResponderEliminarChapeau Laura! A tus pies..