Sólo hubo una decisión importante en mi vida. Elegí el pincel y no la azada.
A veces siento que me equivoqué...

sábado, 7 de febrero de 2015

Vicent el Redó


Vicent el Redó era un dios para mí. Una bestia de la naturaleza que igual cogía erizos de mar, que construía un márgen, cogía tordos en su parany o pasaba su mula entre las cepas. Era de esos hombres directos de ojos claros brillantes y verdosos como el agua de alguna de las calas a las que iba a coger erizos y pulpos para almorzar. En su botijo el agua sabía mejor que en el nuestro, claro, que después de unos cuantos años y muchos tragos, descubrí el motivo. Creo que fue el primer alcohol al que me acostumbré...
Todo en él era diferente, su piel tostada al sol era dura como la piedra y lisa como algunas de nuestra querida Mallada Verda. Me parecía indestructible, tallada.
Tuvo varias perras, siempre perras a las que llamaba Olga, siempre Olga. Creo que esa tozudez mía la aprendí en buena parte de él.
Fui a verle este verano a su casa de siempre, a su riurau abierto y venteado. Le llevé un par de botellas de nuestros vinos y abrimos el tinto. Le costó probarlo casi una riña con Leonor, su mujer, su adorable esposa, pero lo probó. No estaba preparado para su reacción, tenía que haber imaginado algo parecido de alguien que lleva toda su vida bebiendo otro tipo de vino, un vino como él, directo, joven, brillante, punzante como un erizo y sedoso como un pulpo.
Fue hasta el momento su última lección.

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